Tuesday, September 30, 2025

Bono de invierno

 

Le pasé el escrito a la señorita del mesón,
mi declaración de sobrevivencia:
jurando ante notario que estoy vivo
para que la municipalidad
me suelte un bono de invierno.

En mi ropa y en mis canas
ya se nota que sobrevivo,
no haría falta ningún sello
para demostrarlo.

Tal vez deban inventar un formulario nuevo:
indicar el porcentaje de vida
que todavía me queda,
cuánto de muerte tengo en reserva,
porque con este frío
me voy muriendo de a poco,
como un trámite más
en la cola del Estado.


Pasajero

 

En estación Las Torres entró al vagón,
miraba a todos lados,
jadeando como si buscara aire,
y de estación en estación
pasó de carro en carro
con la urgencia de un viajero perdido.

Las miradas se cruzaban con curiosidad,
algunas manos se estiraban
y le ofrecían un poco de cariño
como un pasaje sin costo.

Me bajé en Tobalaba
y él también.
Subió las escaleras con agilidad,
se plantó frente a la boletería
y quedó mirando la panadería,
moviendo la cola.

Había viajado todo el trayecto
siguiendo el olor del pan caliente.

El perdón

 

El video que me envía mi hijo
trae consigo un eco antiguo:
Yom Kipur,
la jornada del perdón,
el silencio que abre las heridas para sanarlas.

Yo lo miro desde fuera,
porque no soy judío,
pero escucho el gesto:
quizás un llamado, quizás un puente.

No guardo rencor a su madre,
no me habita el odio.
Lo mío es otra manera de limpiar la memoria:
cuando alguien hiere o amenaza,
me aparto,
me voy con calma,
sin carga,
como quien cierra una puerta
sin necesidad de cerrojo.

El perdón toma formas distintas:
a veces se reza,
a veces se recuerda,
a veces se marcha.

El perdón es esto:
dejar la puerta abierta al silencio,
seguir caminando sin cadenas,
mirar el video sin culpa,
y apagar el celular
cuando la plegaria termina.


El penal

 

Faltaban veinte minutos
y ya me habían clavado cuatro.
Imposible la remontada,
la goleada era sentencia escrita en la tierra.

Los codos me sangraban
de tanto lanzarme al suelo con piedras,
defendiendo una dignidad
que se iba en cada rebote maldito.

El VAR eran los mirones de la orilla,
gritando instrucciones
que nadie escuchaba.
Penal para nosotros,
el minuto noventa como espejismo.

Voy yo: la venganza en el empeine,
los ojos clavados en la red.
Pateo con furia
y la pelota se va a las nubes,
más allá del barrio,
más allá del copete guardado
para el tercer tiempo.

Se acabó el partido,
la derrota en los bolsillos,
y un par de risas amargas
que nos acompañan hasta la casa.


Cementerio

 

Camino entre calles de mármol y polvo
con un ramo de flores en la mano,
voy leyendo fechas de muerte
como si fueran relojes detenidos.

Mientras más antigua la lápida,
más seca la flor que la acompaña,
y en algunas tumbas
el plástico reemplaza a la memoria:
visita de una vez al año,
día de los muertos como día de feria.

Las pesadas losas aprietan las tumbas
como última prisión,
como si el difunto pudiera fugarse
en un descuido de la eternidad.

Así es la vida, así es la muerte:
todo gasto suma,
todo duelo engorda las cuentas
de los socios discretos del cementerio,
dueños del negocio más seguro del mundo.


Pregones

 

Entre la marea de carros chinos
resuena el pregón inagotable:
“¡las papas, las papas, las papas!”,
“¡escobas para barrer, escobas para volar!”,
“¡el corrrrrteee!”,
“¡se acaban, se acaban, se acaban!”,
“¡los mejores zapallos de la feria, aproveche!”.

Yo voy directo al altar de las paltas,
las elijo con tacto de cirujano,
el casero ya me conoce
y sonríe cuando le paso
un billete de a veinte.

“Los hago yo mismo”, le digo,
mintiendo con descaro
como si en mi casa
me esperara un turro naranjo interminable.

Después recorro la fruta,
el cilantro fresco, la manzana cansada,
hasta llenar el carro con ilusiones perecibles.

Regreso a la casa sin vuelto,
ligero de billetes,
pesado de bolsas,
y con la certeza de que la feria
es un carnaval donde siempre pierdo.


Monday, September 29, 2025

Coleros

 

Antes de llegar a la feria
la vereda es tierra de nadie.
Allí brotan los coleros
como hierba mala en la grieta del asfalto.

Juguetes desechados se ofrecen
al precio de lo que me den,
muñecos sin ojos,
autos que ya no andan
más que en la imaginación cansada del niño.

La farmacia de los caseros
vende remedios vencidos,
si es que no son falsos,
píldoras que curan la fe
pero no la enfermedad.

Más allá, el menaje brilla en la intemperie:
sartenes melladas, ollas torcidas
que se pagan por semana
con intereses desmedidos,
como si cocinar fuera un delito.

Así se extiende la fila de nunca acabar,
mercado paralelo del hambre,
espejo torcido
de la feria que espera al final de la calle.


Pacientes

 

En la sala de espera del consultorio
los lamentos son la música del día,
una orquesta de dolores impacientes
que reclama un médico fantasma.

Adentro, seguro en su sillón,
el doctor revisa el celular:
whatsapp, facebook, tiktok,
como si fueran manuales de anatomía.

Manda al paramédico como emisario
y cada tanto deja pasar un cuerpo,
aplica la rutina infalible:
una inyección de paracetamol
y de vuelta a la casa,
con la esperanza dormida
y el dolor haciendo fila de nuevo.


Sistema

 


Después de sentarme frente al computador
me sirvo un café cargado,
esa gasolina amarga
para arrancar el día en falso.

Lo alargo conversando en la oficina,
preguntando tonteras cotidianas
que a nadie interesan,
pero que todos responden
como si cumplieran un rito secreto.

El protocolo es matar minutos,
estirar la mañana como chicle rancio
antes de mover papeles de un lado a otro,
ingresarlos al sistema
y quedar registrado,
lo mismo que yo
cuando paso por el torniquete
y me siento a esperar
que la vida se descuadre sola.


Colación

 


Después de mediodía salgo de la oficina
a almorzar en el mismo casino de siempre,
donde el televisor nunca descansa
y repite partidos de hace mil años.

Los mismos goles de siempre
pasan como sombras cansadas,
ya ni los miro:
el fútbol también aprendió la rutina.

En el plato me esperan tallarines con bolognesa,
colación del día disfrazada de condena.
Los trago a la rápida,
como quien paga una deuda con su cuerpo.

Regreso apurado para marcar la entrada,
so pena de un descuento miserable.
El reloj me muerde los talones,
y yo corro como un reo
a cumplir condena en la pega.