Desde el
cielo, un presagio incierto se cierne sobre la bahía,
un destino
injusto que marca sus años con tragedia.
Destellos
como estrellas oscuras, un abismo sin fin,
más grande
que el misterio que las envuelve y define.
En el
parpadeo de sus lágrimas, rocío de cálida sombra,
se refleja
una historia que se pierde en la distancia de su juventud.
Yo también,
encandilado por la silenciosa marea,
me sumerjo
en la melancolía que el puerto emana.
Los rayos
del sol se posan sobre las naves pasajeras,
antes que
el óxido carcoma el hierro de su pasado.
La bruma
adorna el húmedo y salado litoral,
un velo que
oculta secretos y recuerdos inmortales.
La brisa
sur llega maquillando los sueños con la mañana,
bamboleando
el murmullo de la fría cadencia de los botes.
El viento
besa el vaivén de las olas desde el horizonte,
despertando
de colores los mosaicos del puerto viejo.
Escucho el
aullar de su tránsito desde el altillo,
un lamento
que busca una nueva forma de persistente queja.
Ligera como
una pluma que alcanza todas las alturas,
se extiende
resignada entre los recovecos de los cerros.
Antes que
el único amor se derrame por última vez en el mar,
y rompa mi
corazón con un certero relámpago negro,
resplandecerá
el orgullo durante el tiempo sempiterno,
y la luna
fría anidará mis cenizas en la oscuridad de sus aguas.
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