Un rocío de
acero impregna la muralla,
cristalina
prisión de signos que la acunan.
Las naves,
páginas surcadas de llanto,
se alejan
de pañuelos que las despiden,
para
encontrarlas al final del cielo,
donde la
tormenta devuelve las miradas
de aquellos
que a veces mueren en el viaje.
En el fondo
del sol, que se acuesta con la tarde,
anidan
melodías que sufren y palpitan.
Violines
danzantes invitan a las estrellas,
pero sus
notas silenciadas no se detienen.
Las adoraba
cuando las escribía en tus dedos,
las tejía
para ti en el regalo de tu mirada,
o cuando
las parpadeabas como faros en la noche.
Al
principio del silencio quise esconderme,
mi sangre
palpitaba, vergonzosa por tu amor.
No amabas
como huyes del vacío,
ni arrullas
a los durmientes en esta estación.
Mi estela
atraviesa tu cuerpo,
hiriendo la
inocencia de la flor que te acechaba.
Ahora soy
el arrecife donde a veces duermes,
cuando el
mar te despide y te empuja hacia mí.
Soy la
letra que te despierta y te embellece,
en el
horizonte de la primavera que acosa la dicha,
la misma
que mentirá un dolor para robar tu beso.
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