Friday, February 09, 2024

116.- Recuerdos de Arauco

 

En el silencio que tu apatía me impone,

me refugio en la memoria de Arauco sublevado.

Busco tu cintura, pero solo encuentro el vacío.

Mi anhelo vaga por aldeas pretéritas,

donde el trigo en las sementeras estivales

pinta de boreal el paisaje de tus ojos ausentes.

 

He interrogado a la tierra fértil por tu nombre.

He despertado de su letargo a hechiceros y mocetones.

Los senderos emboscados me han visto buscándote.

He arado las cicatrices de los adobes

y he tocado la mano enrojecida en el coligüe,

la misma que amasó el barro de las chozas,

que se hizo viento entre junquillos humeantes,

moldeó el abrigo, cubrió las llagas en cortadera y carrizo,

sembradas en cada claro del bosque araucano.

 

Hoy, en esta tarde, me marcho por la tierra mártir,

y descanso en el vestigio de la hebra seductora.

El mismo silencio ancestral habita en tu mirada,

el suspiro de tus labios se mece con el trigo,

lejos de mi boca que te ansía prisionera.


En el curso secreto de este minuto,

remonto las aguas del río infinito.

Tu esencia fue el árbol y la tormenta,

la promesa de tu figura lluviosa en la huella extensa,

en la desembocadura rebelde del naciente reino.

 

La pedregosa ensenada de tus labios

acribilló mi sangre como una lluvia torrencial,

y eran tus manos perdidas la hojarasca por el frío humedal de mi cuerpo,

la novia mía de esta hora, en el otoño de mis raíces.

 

Allí donde la ambición de los conquistadores

los llevó un día lejano a clavar el estandarte del rey,

y tomar posesión de esta comarca

por encargo del Gobernador de entonces.

 

Con resignación evoco el pasado.

Mis pensamientos se evaden hacia la foresta,

tras la colina, el peumo y las zarzamoras:

paraje y parapeto de emboscadas,

cuando la tropa llegaría empuñando sus armas imperiales.

 

Y al estampido de los arcabuces, lo apagaría el trueno de la montaña;

al fuego de los cañones, el rugido de los volcanes;

a las certeras ballestas, miles de lanzas afiladas;

a las cruces en sus banderas, el simple aroma del canelo en Tucapel.


Me quedo solo, y la garúa me trae aires de nostalgias:

de sublevaciones en Purén, de ritos fúnebres al pie del tótem.


¿Dónde están los habitantes bravíos blandiendo sus mazas de piedras?

¿Dónde quedaron las machis agitando ramas de laureles?

¿dónde su cantar lastimoso? ¿Dónde el monótono ritmo del kultrún,

el eco triste de los trompes o las trutrucas aguerridas en el cajón cordillerano?

 

Ya no brilla el destello del sol sobre los torsos acorazados del invasor,

ni se escucha el bullicio terrorífico de los guerreros entre las araucarias.

Solo queda el silencio en la tierra conquistada,

un eco fantasmal de la batalla olvidada.

 

Pero la tierra guarda la memoria,

la sangre derramada y la lucha por la libertad.

 

El espíritu araucano no ha muerto,

vive en el viento que susurra entre las ramas,

en el rumor del río que baja de la montaña,

en el canto del pidem que anida en la cordillera.

 

Un día, tal vez,

el sol vuelva a brillar sobre los torsos libres de los araucanos,

y se escuche de nuevo el canto de la victoria 

en las araucarias que se alzan hacia el cielo.

 

En el viento que susurra entre las ramas,

en el fluir del río que baja de la montaña,

en el canto del queltehue que se eleva al cielo,

sobrevive el espíritu de un pueblo que no se rinde.

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