Valparaíso, ciudad de colores de mi infancia,
marionetas que suben y bajan en ascensores,
tejados oxidados por el olvido.
A tus brazos voy como el hijo pródigo,
desandando el camino del destierro,
vuelvo como la ventolera en invierno.
Prisionero del cordón umbilical de asfalto,
cautivo de buses, miro desde el tiempo:
El cerro se desangra en la berma,
la llovizna cotidiana empapa los recuerdos,
los incipientes pinos reencarnados después del fuego estival,
la tupida hierba que el vendaval acicala,
y el rellano en la distancia se precipita como cascada.
Los raquíticos esteros abren estrías en las quebradas,
serpentean cuesta abajo en vano,
sin besar la espuma salada de la roca.
Entre la esencia marina y la nostalgia del viento,
las gaviotas se encumbran parsimoniosas
contra el cielo de septiembre eterno en el puerto.
Y una explosión de vagos recuerdos,
despiertan el litoral y el océano apacible,
y la ancha bahía meciéndose en calma.
Prisioneros de la grúa y el molo abrigo,
los navíos se bambolean en armonía con las olas,
y yo los miro como niño alborozado.
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