Nubes
errantes, mensajeras del llanto,
asoman su
rostro gris en el umbral del otoño.
Los
árboles, ancianos de sed, despiden a sus hijas,
las hojas
que se desprenden con un susurro seco.
El viento,
frío y travieso, las lleva de la mano,
arrastrándolas
a la tierra en un fúnebre cortejo.
La tierra,
ávida de su aroma, las recibe con un abrazo,
envolviendo
al mundo en un manto de sabor sepulcral.
El
equinoccio, ladrón de colores, les ha robado el verde plumaje,
dejándolas
desnudas, raquíticas, a merced del aguacero.
Las flores,
en su danza macabra, se inclinan hacia el abismo,
muertas de
frío bajo un cielo plomizo sin fruta.
Mis ojos,
testigos de la melancolía otoñal,
se ahogan
en el áspero amarillo de las hojas caídas.
Mi alma,
como alfombra de crujientes recuerdos,
se recoge
sobre sí misma buscando refugio.
Desciendo
hacia la energía en hibernación,
un letargo
que espera el fin de las lágrimas heladas.
Sé que
después del invierno, renacerá la esperanza,
y nuevos
colores brotarán del verso en primavera.
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