Eras como
la greda morena,
curtida por
el temporal de la vida.
En mi ser
se injerta tu pétalo remoto,
un fresco
color que la era había extraviado.
Viene la
semilla de tus ojos a hundirse en mi surco terrestre,
como el
soplo rezagado de un nuevo beso,
a la herida
abierta en el vientre de mis labios que te esperan.
Sobre los
rizos de la noche,
navegan las
infinitas guirnaldas
que evocan
los días que me faltarás.
Hacia la
tarde que el vino acicala,
moldearán
mis manos alfareras
en un solo
racimo tu arcilla fresca,
y en mi
boca, estallarás hecha granos boreales.
Yo te
invito a encontrarnos
tan
hermosos como la antigua luna,
a buscarnos
en la noche apagada
sin más
calor que la piel árida de aliento:
pequeña,
desnuda de olvidos, ligera de penas.
Allí
quedará tu espiga enterrada en mi último rincón,
suspendida,
para despertar mañana en un incierto soplo primaveral.
En tanto,
yo le daré de beber de este amor triste que nunca te olvida.
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