El sol acaricia la mirada dormida,
exhala su aliento sobre el color de los capullos,
se abraza a las hojas en una danza de arpegios,
meciéndose con los pájaros colgados de las nubes,
como capullos de algodón donde duermen los amantes,
en su viaje a través de cúmulos y vientos casuales.
Espérame al final de esa piedra que a mi pesar flota,
quieta como una enredadera que asoma en mis ojos.
Yo te buscaré, aunque estés perdida en el crepúsculo,
aunque mi corazón sufra un vértigo sobre el arco iris.
No soltaré tu ancla enterrada en mi balcón donde te veía venir,
llena de sonidos cotidianos con tu acento infinito,
fraguando la casa con el tiempo bajo los árboles.
El mar era la danza que nos mecía con inocencia,
a veces nuestras lágrimas tejían una melodía.
El vaho de los sueños se dormía con nosotros,
y la lluvia de gaviotas nos rondaba en centinela.
Nos hundíamos en el recodo y el viento corría río abajo,
sin que la muerte preguntara nuestros nombres.
Ahora las luces nos señalan desde la cúpula celeste,
vienen con el silencio acechando como una noche.
El juez con su roca de fuego y sus ojos severos,
esculpe el adiós entre nuestras almas ya desatadas.
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