Lo lamento
tanto,
por los
siete sueños que no fueron,
por la
noche de verano que se marchitó sin tu aroma.
Lloro por
el amor quebrado en tu vientre,
por las
promesas que en el mar se ahogaron.
La
esperanza duerme en la lápida fría,
la casa en
el recodo ya no canta, derramada.
El primer
llanto de Martina Gracia se acalla,
en su cuna
de mármol, la vida enmudece.
Mis versos
se ahogan, sin aliento ni brío,
en esta noche larga, como un réquiem oscuro.
Nada
consuela la piedra que en mi pecho anida,
una pena
profunda, sin consuelo.
Quedará
para siempre el altillo inconcluso,
la balada
que llora, la tela sin colgar.
La cama entumecida, la casa en Carampangue,
con olor a desierto, un páramo sin espíritu.
Tu puerta con llave, la lluvia en la ventana,
el viento
que resongaba en invierno, una mañana.
Y una
lágrima mía que nunca cae,
congelada en el tiempo, como un alma en la llama.
Es la
resignación acurrucada en el hielo,
el alma que
vaga en el calvario, sin ansias.
Como una
flor que pierde sus colores,
la pena se
abraza al sauce, como martirio.
Silencio en
el vértigo del acantilado,
los
desvelos palpitan en mis ojos, sin destino.
Dolor que
no conoce la clemencia,
recuerdos
tragados por la resaca, sin alma.
El abandono
de tus besos,
un frío glacial, mis pasos hacia abajo,
con andar
cansino, sin final.
La mente
ahogada en lágrimas de sombra,
el golpe en
el pecho de tu mirada atónita.
Y otra vez
el lamento que viene cada noche,
a
medianoche, todas las noches.
A mis ojos
abiertos, como una condena,
la pena sin
tregua, la herida perpetua.
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